10 de febrero de 2009

Ricardo III de Shakespeare, Ética y Política

“(…) Mientras se esté sometido al caos de los deseos, con sus permanentes esperanzas y temores, no será posible alcanzar nunca un estado de felicidad o paz duradero”

Arthur Schoppenhauer

 

Ética y Política

La relación que existe entre la política y la ética siempre ha sido motivo de debate intelectual, pues su combinación presenta una serie de paradojas inconmensurables y difíciles de comprender para el pensamiento subjetivo, humano. Es, por tanto, propósito de este ensayo presentar una visión muy personal sobre su correlación. La obra particular que se analizará es Ricardo III de Shakespeare, donde el personaje principal, el Duque de Gloster luego Ricardo III, se vale de todos los medios posibles (engaños, mentiras, asesinatos, manipulación, traición, entre muchos otros) para alcanzar su objetivo: ser rey. Durante la narración se explica el auge y caída del maquiavélico personaje, que se deslinda casi por completo de todo límite moral desde el punto de vista occidental tradicional. En consecuencia, se da origen a la eterna pregunta para los tomadores de decisiones, ¿El fin justifica los medios? Mi respuesta es no, me explico:

 Desde Aristóteles hasta Popper, pasando por Spinoza, Hobbes, Kant, Locke, Rousseau, Hegel y Marx, por mencionar algunos, se ha procurado divisar la manera en que el ser humano se desenvuelve en sociedad. El estudio del desarrollo social y político de la humanidad se ha vuelto el eje central de muchas teorías que encuentran sus bases en diversas concepciones sobre la naturaleza humana y/o su condición. Es así que surge un relativismo conceptual difícil de entender. Se vuelve difícil porque, casi siempre, se presta a interpretaciones, por ejemplo: La voluntad de ganar, de competir, de demostrar ser mejor, y de perseguir el interés propio, que pertenecen a una parte de la condición humana, en ocasiones se confunden con el complemento de la misma condición que es la avaricia[1]. Para el caso de Ricardo III, uno podría pensar que la persecución de los deseos de Ricardo es legítima, pues se relacionan con la primera parte de la condición humana previamente mencionada, sin tomar en cuenta el umbral en el que se vuelven contrarios a lo que se considera bueno o malo en términos de una sociedad regulada por leyes.

Es aquí donde conviene matizar algunos conceptos. Existen tres niveles en los que el ser humano tiene un diferente acercamiento a la normatividad, y por tanto, una diferente relación entre sus deseos y los medios que utiliza para alcanzarlos. El primero de ellos, como individuo, debe seguir una serie de reglas establecidas por el Estado en el que vive. Parte de la teoría contractual establece que el individuo cede al Estado algunas de sus libertades como persona con tal de que este le provea de seguridad. Así se establece el marco normativo capaz de ejercer coerción sobre los individuos que trasgredan las leyes. El segundo nivel es el grupal, donde el individuo pertenece a alguna asociación, comunidad, grupo, o sindicato que tiene sus propias reglas, pero que además se subordina, en la mayoría de los casos, a una autoridad superior ya sea el Estado, una organización trasnacional, organismos intergubernamentales, etc. Finalmente, el tercer nivel es el Estado dentro de la comunidad internacional. A diferencia de los otros dos, en este nivel el Estado no se somete a ninguna autoridad superior que tenga capacidad de coerción, es por eso que se le denomina anárquico.

La diferencia es clara, pues en los dos primeros niveles existe coerción para aquellos que violentan las leyes, mientras que en el último solo es aplicable el concepto de sanción. De esta forma, desde el punto de vista legal, la persona tiene diversas formas de relacionar sus acciones con sus deseos, es decir, qué puede hacer o qué no para lograr sus objetivos. Parte de la lógica detrás de la normatividad se basa en las actividades que dichas sociedades consideran como perjudiciales o no para la nación. Por lo tanto, como es bien sabido, y sin pretender alcanzar universalismos absurdos, toda sociedad organizada en leyes posee una carga moral en su derecho. Todo esto para decir que, en los diferentes niveles de normatividad a los que se expone el individuo, hay de antemano un marco legal que limita sus actividades, impidiendo que realice lo que le plazca. Para los casos en los que la normatividad no impone ni sanciones ni ejerce ningún tipo de coerción sobre el transgresor, el único límite que existe para el individuo es su moral.

Un mundo en el que todos son transgresores de las actividades que comúnmente estaban normadas por la costumbre o por ciertos criterios de observación continuada, es un mundo caótico. Se obtendría un efecto similar al dilema del prisionero, en el que si todos los individuos pretenden maximizar su ganancia, en realidad aumentan su pérdida. Tal mundo es imposible, aquel supuesto es perfectamente ficticio, pero su condición de irrealizable no justifica que cada quien busque su propio interés sin importar las consecuencias.

En el caso de Ricardo III, observamos un individuo que pretende alcanzar un capricho sin importar los medios por los que se obtenga, sin importar el costo de dicho deseo. Es verdad que en la realidad tal personaje existe, y que representa el choque entre lo ético y la política, pero qué pasa cuando el fin no es un mero deseo, sino una necesidad, un objetivo noble, justo, necesario para la vida. Desde el punto de vista de la legalidad existen dos mecanismos mediante los cuales tal paradoja es resoluble. El primero de ellos es la jurisprudencia, que son las reiteradas interpretaciones de las normas jurídicas, y por lo tanto un medio de flexibilidad de la ley dependiendo del caso. El segundo es la figura del juez, quien interpreta la ley, y emite su veredicto. Para los casos en los que la ley no es aplicable, y sin embargo se debe tomar una decisión en la que se contravengan los principios éticos con tal de alcanzar un objetivo noble, el costo de los medios debe ser analizado. Es imposible determinar en qué casos se puede o no incurrir en tal costo, pero debe existir una evaluación previa por parte del que tomará la decisión. En caso de no hacerlo no se incurre en una falta ética, simplemente se aumenta el riesgo del fracaso, es decir, de que el costo de tal actividad sea mayor al beneficio potencialmente obtenido.

Para concluir, la ética universal no es subjetiva, sería peligroso si así fuera, pues sería un concepto homogeneizador, estandarizador y paradójicamente, deshumanizador. Tal concepto no existe, más bien la ética es particular y conserva siempre aquella unidad subjetiva. Es así que surge la maravilla de las diferencias, de las culturas, de la pluralidad, de las percepciones, del diálogo y del debate, del enriquecimiento. Quebrantar tal equilibrio mediante la persecución desmesurada de los deseos, de los objetivos o de las ideas equivale a imponer condiciones, a la tiranía. Tal vez la ética en la política reside en respetar las libertades de los demás, tal vez no, quizás la política en la ética consta de la persecución del interés propio, seguro sí, cómo se alcanza [el interés propio] es muy distinto y no siempre se justifica.



[1] De acuerdo a la Real Academia Española se define como: Afán desordenado de poseer y adquirir riquezas para atesorarlas.

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